ES MÁS IMPORTANTE LLEGAR A SER QUE HABER NACIDO
En estos días estuve en Colombia. Me emocionó llegar a mi país. Cada vez que vuelvo hay ciertas cosas que descubro en mí que antes pasaban desapercibidas. Así como prendo las alarmas por el miedo a que me roben la cartera, prendo otras alarmas de las que no me siento orgullosa, por ejemplo, las reglas del clasismo con las que crecí. Esta vez me golpearon como las olas del mar Caribe que me recibió. Con una fuerza que me dejó adolorida el alma. Darme cuenta que no he logrado superar muchos de esos prejuicios por más que me he esforzado me pesa en todo el cuerpo.
En medio de esa angustia de seguir juzgando a quienes me rodean por la manera cómo se visten, cómo hablan, o cómo comen, mi mamá me contó una historia hermosa: Cuando ella era muy chiquita, mi abuela “la brava” la llevó con sus hermanos a conocer la casa de Marco Fidel Suárez; un presidente de Colombia hijo de una lavandera. En esa casa, que era una “choza”, estaba la historia de ese hombre y su familia. Mi abuela, que entendía bien la importancia de criar hijos intentando bajarle al clasismo, les hizo leer tres veces la historia pegada en una pared despintada. Al final les repitió: “Hijos, es que en esta vida, es más importante llegar a ser que haber nacido”.
Esas palabras quedaron resonando en la cabeza de mi mamá, que en ese momento tenia 6 años. Pasaría mucho tiempo antes de que ella lograra entender porqué mi abuela se las repitió tantas veces. A pesar de haber estudiado en un colegio de “niñas bien”, ser hija de un político, haber tenido oportunidades, viajes, y propiedades desde muy joven, mi mamá nunca ha basado su vida en el lugar donde nació. Mejor dicho, ella se ha dedicado a ser: A ser humana, a ser persona, a tratar a los demás como iguales.
Me demoré mucho en ver esta cualidad tan grande en mi mamá. Cuando era chiquita le recriminaba no ser socia del club de la ciudad donde crecí, no vivir de evento social en evento social, ni hacer jerarquías en una casa donde Rosi, nuestra empleada, iba a la finca como una invitada más. La miraba y no entendía porqué era tan diferente de las otras mamás que conocía: absolutamente despreocupada por el “qué dirán”, en una sociedad donde salir desarreglada a la calle “era pecado”, donde no tener tal o cual apellido te hacía “un desconocido”.
Mi mamá me enseñó desde muy chiquita lo que su mamá le había enseñado a ella, sin embargo yo me he demorado más de la cuenta en aprender. Haber crecido con otros miembros de mi familia que valoraban los apellidos y en un ambiente en el que decir ciertas palabras te hacía un “guiso”, en la que marcadores sociales te clasificaban como una “niña bien” o “nada que ver”, opacaron el mensaje de mi mamá. Me dejé llevar por la idea de que efectivamente unas personas eran más “play” que otras, e inconscientemente aprendí a ver las alarmas del clasismo desde que era muy chiquita.
Me ha tomado muchos años descubrir que esas alarmas son solo inseguridades propias. Miedo a que descubran que no somos nada especiales. Cuando buscamos diferenciarnos de los demás por la marca de una cartera o la manera cómo hablamos, solamente lo hacemos para encajar en un círculo y mostrar que somos más, que somos mejores. Sin embargo, todos estos marcadores son solo apariencias. Para ser de verdad, hay que dejar de aparentar. Como dice el dicho: “aunque la mona se vista de seda mona se queda”. ¿De qué nos sirve tener el carro último modelo, o saber de memoria todos los modales de la mesa cuando en el fondo pensamos que existen personas superiores e inferiores, y que debemos encajar en la primera categoría aunque eso signifique pasar por encima de los demás?
Conozco a varios que por el miedo al que dirán han despreciado a personas maravillosas en sus vidas que mucho les podrían haber enseñado. Que creen que los más importante es juntarse con "el rico" porque del "pobre" no hay nada que sacar ni nada que aprender. Que piensan que no hay que ser amigos del "guiso" porque que tal que se les pegue. Que miden a los demás por su estrato, por su apartamento en la playa, la cantidad de invitados a su matrimonio, o el cargo que tienen. Y hasta personas que lo dicen de frente, sin que les dé pena la superficialidad con la que ven la vida.
También conozco personas que como mi mamá se preocupan por el otro sin importar cómo está vestido, si es un campesino o si vive en la ciudad, si es gay, transgénero o heterosexual. Que van sin problema a tomarse un café con una persona de piel más oscura en un sitio “in” de la ciudad sin importar quien los pueda ver. Que son capaces de lavarle los pies a inmigrantes cruzando una frontera. Que se sientan con su empleada a almorzar en la mesa de la casa. Que no sienten que por montarse en un bus se van a “untar de pobre”. Son esas las personas que más admiro y a las que me quiero parecer.
Haber nacido en tal o cual familia, hijos de unos papás con cuentas en el banco con muchos o pocos ceros a la derecha poco dice de quienes somos. Es una simple casualidad de la vida. Una que definitivamente nos abre o nos cierra puertas. Sobretodo en una sociedad donde unos “buenos apellidos” pretenden identificar nuestra calidad como seres humanos. Como dirían, te hacen “gente divinamente”. Nada más azaroso que la familia en la que nacemos, y por esa razón, nada menos meritorio. Lo que sí es meritorio es lo que logramos ser, lo que aprendemos, la persona en la que nos convertimos y la manera en la que construimos nuestras vidas.
Como me dijo una amiga: “luchar contra el clasismo es como lavarse los dientes, un hábito de todos los días”. Está en la raíz de la manera como crecí yo y como crecimos muchos. Yo soy muy afortunada por la tener una mamá que me enseña diariamente, con su ejemplo y con su amor, la humanidad del trato a los demás.
Aunque sigo en construcción, lavándome los dientes sin descanso, me encantaría que lográramos sobrepasar las alarmas del clasismo y valorar lo que cada quien logra construir. Qué tipo de persona somos, cómo tratamos a nuestro vecino pero sobretodo cómo tratamos al que por azares de la vida está socialmente "por debajo" de nosotros: a nuestro empleado, el portero de nuestro edificio, o a la persona que nos cuida el carro. No como un acto de caridad, sino entendiendo que esa persona es un ser humano, buscando aprender de todo y de todos. Con respeto y no con condescendencia. Me gustaría ver cómo sostenemos una mirada que venga del alma y llegue al alma, más allá de las apariencias.