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GRACIAS TOTALES

Hace ocho años cuando estaba en el aeropuerto para irme a Boston mi mamá me dijo: “Hija, ahora sí la vida le va a cambiar”. En ese momento yo tenía 26. Tenía mi vida perfectamente clara: me iría a hacer una maestría para hacer un doctorado en Harvard, me graduaría a los 32, estaría casada y con hijos y volvería a trabajar a la universidad. La lista chuleada por adelantado. La frase de mi mama sonó completamente equivocada.

Ocho años después la frase de mi mamá aparece como sabiduría pura. Nunca esperé graduarme en medio de una pandemia, por una ceremonia virtual en vivo, viendo mi nombre en un letrero y llorando de emoción frente a un computador, con Tony al lado. Ni celebrar con amigos del alma y de sangre conectados por zoom desde tantas partes del mundo. Nunca esperé tampoco nada de lo que ha pasado en los ocho años más felices y satisfactorios de mi vida. Y por eso, una de las pocas cosas que he aprendido es que planear ni siquiera vale la pena. La vida ha sabido sorprenderme con cosas aún mejores que lo que mi mente metódica había calculado.

Nunca me imaginé que dos mujeres me sacarían de mi estado robótico con sus palabras y su corazón y que despertarían en mí una tormenta que me sacudió tantos planes limitados. Ni me imaginé que terminaría mi relación de ocho años con anillo en mano, que me enfrentaría a una cantidad de prejuicios, que rompería muchas relaciones importantes, que encontraría amor y felicidad en el reggaetón y en la hermanita que me lo mostró. Ni llegué a pensar que mis papás se separarían, y que los cuatro tendríamos que aprender de nuevo a relacionarnos. Nunca me imaginé que me iría a vivir con otro hombre que me hacía el desayuno más delicioso todos los días y que tendríamos una pared de tablero en la que mis ideas florecían llenando los espacios. Y que esa relación también acabaría y me obligaría a seguir.

Nunca me imaginé que una clase de ciudades me haría reformular completamente mi mundo académico y mi vocación. Ni en mis mejores sueños pensaría que estos años conocería los cinco continentes, que trabajaría con organizaciones alrededor del mundo y que unas trabajadoras domésticas me enseñarían de qué se trata la resiliencia y la verraquera real, que me metería a jaulas con tiburones literales y figurados, que aprendería a bucear, a meditar en largos silencios, que tomaría clases de liderazgo, etnografía, y hasta de comunicación.

Hoy que me gradúo quiero agradecerles por el camino recorrido. Por la compañía, las palabras, las flores, el amor, las conversaciones eternas sobre cualquier cosa, el apoyo, la confianza ilimitada, y la amistad infinita. Por creer en mí y en mi proyecto, por enseñarme el valor de la independencia en todos sus sentidos, por escribir conmigo, por editarme, por escucharme, por caminar a lado del rio, por el pan, por la bici, por las cachuchas, por el yoga, por el esoterismo, por las fiestas, por el feminismo, por el zoom, por las comidas, por la fuerza y el sostén. Nunca como en estos ocho años me había sentido tan viva y tan acompañada. Los quiero mucho.

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