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VALENTINA MONTOYA ROBLEDO

UN LOBO VESTIDO DE OVEJA



Nunca me había producido asco terminar una relación, un asco repulsivo, intenso, físico. Una sensación de podredumbre. Había terminado antes sintiendo tristeza y rabia, por lo no vivido, por lo dicho y lo no dicho, por la pérdida del amor y de las ilusiones venideras. Pero el asco era completamente nuevo. Una de mis brujas habituales, esa que me rodea con sus rituales físicos y espirituales, lo describió sin tapujos: “El asco es una sensación de protección ante el peligro inminente, el que envenena e intoxica”, y eso era lo que yo estaba sintiendo.



No podía creer lo que me había pasado y sigo procesándolo. Había iniciado un viaje intenso que se sabe cuando empieza, pero no cuando termina. Yo, la capricornio, la que aconseja a las amigas sobre cómo no empezar o, al menos, cómo terminar una relación tóxica con una lista milimétrica, me había metido en una relación absurda. Yo, la feminista que trabaja en los derechos de las mujeres, por una vida libre de violencias, me había metido de cabeza en una relación violenta de la que sólo el asco me pudo sacar.


¿Pero cómo me pudo pasar a mí? Cómo no vi que detrás de todos esos halagos y promesas de felicidad eterna, precedidos de vacíos en los que se alejaba y me dejaba completamente sola y perdida, estaba la semilla de la violencia. Ese sube y baja constante. Ese te amo y quiero pasar mi vida contigo a no sé si te quiero. Esos celos encarnizados contra mi hermano y hasta mi perro. Esos dramas por situaciones absurdas marcados por una culpabilización constante. Esos gritos a los que tras mis límites respondía sin chistar: “lo importante no es el grito sino porqué te grité”. Esas frases directas en las que hablaba mal de mis amigas del alma, y que tras un freno de mano decía con la tranquilidad de un narcisista consumado: “estaba ensayando tus límites”.


Cada vez que mis amigas me preguntaban cómo estaba les decía: “esta relación es una montaña rusa”. Vivía tan confundida. No entendía cómo terminaba tan involucrada en situaciones tan agresivas. Nunca había tenido una relación así, y cuando le preguntaba si para él era normal, me respondía con toda naturalidad que sí lo era. Me mostraba una sonrisa dulce que luego (no) combinaba con los ojos de un odio intenso que nunca le había visto a ninguna de mis parejas, y una mano que se movía incesante como avisando que el golpe vendría pronto. Yo no sabía qué hacer, ni qué decir. Todo era un problema. La clave, pensé idiotamente, era alejarme de todo eso que a él le producía tanta incomodidad. El ingrediente mágico de todo violento: aislar a su presa para poder exprimirla a sus anchas.


Luego de que un par de personas muy cercanas -que nunca antes se habían metido en ninguna de mis escogencias de pareja- me dijeran que tuviera cuidado, que había algo raro en él, una fuerza interna me obligó a salir. Me fui una semana lejos. Estaba ahogada, necesitaba respirar. Con un libro de Marvel Moreno bajo el brazo me senté en la playa a entender qué me pasaba, por qué no podía parar de llorar y por qué me sentía tan desorientada. No logré terminar inmediatamente, pero pocas semanas después tuve una epifanía. Según él, yo era la culpable de todas sus desgracias: desde sus traumas de infancia hasta de no haber conseguido el trabajo que quería.


Ese día entendí que cualquiera puede caer en una relación violenta, y qué tal vez para mí hubo algo demasiado atractivo en ese tipo de relación que aún estoy identificando. Agradezco el asco que me sirvió de escudo y las alarmas de quienes me aman con su alma. Aunque dudé en publicarlo, no lo escribo para victimizarme. De hecho, me cuesta contar algo que me avergüenza: haber caído en una relación violenta. Escribo esto para decirles que no están solas, que somos muchas las que hemos pasado por este tipo de relaciones sin entender el porqué, que es importante oír nuestro cuerpo y nuestra intuición, oír a quienes nos rodean, no dejarnos aislar y salir de ahí cuando seamos capaces. Por lo pronto, seguiré intentando tener las antenas alerta para que esos lobos vestidos de oveja nunca más se acerquen a apagar mi luz.




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