Encerrarme… lentamente por el miedo a los demás, a sus palabras como dagas que atraviesan el cuerpo y rozan los bordes del alma. Callarme, gradualmente, sin darme cuenta. No salir tanto de la casa. Refugiarme en las tareas cotidianas, las redes sociales, el correo que debo enviar, la reunión que debo cuadrar, el trabajo que no para, como espejismo que me protege y me acompaña. Tomar un café con una amiga para poder descansar del miedo que me rodea cual cárcel. Hundirme en la oscuridad profunda sin darme cuenta.
Darme cuenta luego de que el miedo nunca se va. Que si el dolor llega igual hay que seguir adelante, poniendo un pie sobre otro, un verbo que le sigue a un sujeto porque es imposible parar el tiempo. Porque aunque me encierre, me esconda, me calle, la vida sigue. Aparece en la mata que todo el mundo creyó muerta y que de repente florece, en las reglas que brotan mes a mes, en el enamoramiento que invade el cuerpo con sus torbellinos, en las fechas límite que llegan y se van, en el verano que dura eternidades y en un instante da paso a noches frías en las que ya no basta con un saco y un par de medias de lana.
Ese miedo que se despierta cuando estiro mis brazos en la mañana, que me acompaña cuando piso el andén y cuando me limpio los zapatos a la entrada de mi casa. Ese miedo, constante compañero que me llena de incertidumbres, de ansiedades, que limita mi confianza en los demás, que no me deja amar. Ese mismo miedo que no se puede evadir, evitar, solamente atravesar.
Y por eso hoy lo vuelvo a atravesar con estas palabras abstractas, que para muchos no dirán más que las reflexiones locas de alguien que se cree poeta sin serlo. Que para otros no alejarán el miedo de sus vidas. Y que para otros, como para mí, confirman la necesidad de ser para mí y para los demás, de ser públicamente, de ocupar espacio, de mostrarme por encima de la violencia y de las dagas constantes, de expresar la fuerza desde la infinita vulnerabilidad que acompaña mi humanidad.
