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COSIENDO UNA PUNTADA A LA VEZ

Mi abuelita Tina cosía y cosía sin parar. Hacía manteles, colchas, saquitos para bebés, y cosía vestiditos para mis muñecas. Cuando era chiquita le hice prometerme que haría mis calzones si por cosas de la vida llegaban a desaparecer, tras los dictámenes de la moda. Cosía con sus amigas, la mona y Teresa, en costureros inacabables y lo hizo hasta sus 94 años cuando murió. Yo me sentaba y la veía con su aguja de croché y sus rollos de lanas de colores concentrada en las cadenetas. Nunca me interesó aprender. Tal vez porque lo mío siempre han sido las palabras.

Sin embargo, la semana pasada descubrí que lo que hizo mi abuela por nueve décadas no es tan diferente de lo que yo hago. En un panel de mujeres que trabajamos por mejorar la condición de nuestro género en espacios empresariales, urbanos, de participación política y de cuidados, el comentario de una de las asistentes me hizo pensar que nosotras también tejemos. A diferencia de los paneles de hombres (#maneles), ella anotó acertadamente que nosotras construíamos sobre lo que decían las demás, y que siempre referenciamos a la anterior para que la idea se fortaleciera. Es en este hilar de las ideas, de construir sobre lo aprendido, que las redes de mujeres han venido poblando todas las esferas de esta sociedad lista para volverse a tejer.

La tradición oral de la que hemos sido dueñas por mucho tiempo, que transmite una historia con una pequeña puntada embellecedora, ha sido un espacio de difusión de conocimiento para generaciones de mujeres. La tradición oral nos habla del poder de la palabra para conectarnos, para fortalecernos, para contar el mundo desde nuestra mirada. En ella se desarrollan los hilos de la sabiduría que cada una de nosotras aporta a ese conocimiento común desde nuestras necesidades, que por tanto tiempo han sido negligentemente ignoradas y silenciadas.

Pero además coser es una forma de cuidar. De cubrir, vestir, calentar y adornar. Es un ejercicio que culturalmente hemos desarrollado las mujeres por siglos. Un ejercicio de preocuparnos por el bienestar de los demás y el propio. Y no se aleja tanto del cuidado que se da con las palabras. De esas que expresan solidaridad, amor y aliento. De esas que reconocen la validez en lo que dice la otra sin necesidad de generar una competencia, sino con el respeto por el lugar del que viene y lo que puede aportar a nuestra propia experiencia.

Hoy oímos podcasts de mujeres, sobre mujeres, vemos noticias y blogs, estamos en grupos de whatsapp que han ido hilando redes enormes. Tejemos amistades que se convierten en hermandades, más allá de la idea que nos metieron de que las mujeres sólo compiten entre ellas. Estos tejidos han ido poblando el espacio por tanto tiempo arrebatado. Hoy, a pesar de los #maneles que tanto criticamos, también participamos en paneles que abren oportunidad para coser nuestros conocimientos y descoser nuestras angustias y frustraciones, para construir sobre lo construido, para generar sororidad. Son espacios para inspirar e inspirarnos. Yo, como mi abuela, quiero hacer costureros en los que no hayan más silencios impuestos por quienes capturan la palabra y el poder, sino una verdadera horizontalidad a través del tejido que vamos cosiendo una puntada a la vez.

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