APRENDIENDO A DESAPRENDER
No he parado de aprender desde que nací. Cuando tenía tres años tenía unos discos LP de los cuentos de Disney que había heredado de mi prima Caro y todos los días los oía mientras repasaba los libros. Luego mi papá me llevaba donde mi abuela y le decía: “Mamá, Valentina ya sabe leer”. Y como yo repasaba cada una de las palabras y sabía con la perfección del hada campanita cuando cambiar de hoja, la engañábamos. Yo empezaba: “…la nueva reina era muy hermosa, pero su corazón era muy cruel, también era muy vanidosa, se pasaba las horas ataviándose con sus más finos ropajes y peinando su negra cabellera…”.
Me encantaba colorear sin salirme de la raya, hacer los dibujos más bonitos, contar frijoles y vendérselos a Rosi –mi segunda mamá- mientras ella preparaba el almuerzo. Aprendí a leer a la velocidad del rayo solo por la ganas que tenía de entender todo lo que me rodeaba. Fui la mejor estudiante desde kínder porque me encantaba estudiar como no me ha gustado nada más. Luego vinieron las carreras, los diplomados, los cursos, las maestrías, y el doctorado, por esas ganas de entender casi neuróticas. Lo que nunca me dijeron es que no solo venía a este mundo a aprender sino precisamente a desaprender.
Yo solo soy una de las muchas personas que conozco que se ha pasado la vida aprendiendo frenéticamente: a montar en bicicleta, a bailar salsa, a tomar fotos lindas, a hacer yoga, a cocinar. Pero más allá de cursos y posgrados, todos estamos aprendiendo desde el momento en que nacemos. Aprendemos sin darnos cuenta que hay una comida que nos gusta y otra que no, sonidos que disfrutamos y otros que evadimos, personas en las que confiamos y en las que no. Nos chocamos desde que nacemos con cosas que aprendemos a disfrutar y otras no tanto, como cuando yo metí el dedo al toma corriente y entendí que no me gustaba pringarme.
En la cultura en la que vivimos nos enseñan desde muy chiquitos que es mejor ser blanco que negro; que ser niño es diferente de ser niña y que cada uno se viste diferente y juega cosas diferentes; que es mejor ser rico que pobre; que uno no se sienta en la misma mesa con ciertas personas; que comer con tenedor el arroz te hace más educado y por lo tanto mejor persona que comértelo con cuchara.
Nos enseñan que la plata es fundamental, no solo como una herramienta para la vida sino porque te hace una persona importante y tal vez mejor que las demás. Nos enseñan que el amor implica dependencia, celos, abnegación y sumisión. Nos enseñan a diferenciar entre las buenas mujeres y las que no son tanto. A separar la izquierda de la derecha. Nos enseñan que no solo hay que ser sino parecer; y que hay que salir bien arreglado a la calle siempre. Nos enseñan que sólo hay un tipo de familia y que las demás son aberraciones. Nos enseñan que hay un orden para todo en la vida y que los que se salen son casi siempre “loquitos” que hay que mirar por encima del hombro.
Pero en la medida en que nos enseñan tanto, se les olvida enseñarnos cómo desaprender. Yo por ejemplo me he tenido que pegar contra el mundo para desaprender eso que yo he llamado “la lista de mercado”, para desaprender ese tal camino que me iba a tocar vivir y poder elegir lo que mi corazón me ha dictado. He tenido que compartir con mucha gente para entender que todos somos realmente iguales, que los problemas y sentimientos de alguien son tan humanos como los míos.
He tenido que desaprender la competencia sin sentido, la necesidad de decir “sí” a cuanto trabajo me proponen para no perder el tiempo y poder aprender más, ese orgullo tan mío de ser la estudiante perfecta. Ha sido encontrándome con otros más inteligentes que yo que me he dado cuenta de la importancia de la humildad, de la necesidad de desaprender mis estereotipos sobre quien es inteligente y quien es bruto, porque de todos quienes me rodean he aprendido una lección. He tenido que desaprender ese “piloto automático” que por mucho tiempo me mantuvo viva a punta de triunfos carentes de todo sentido. Y he tenido que volverme más consciente sin que nadie me haya enseñado cómo hacerlo.
Conozco a muchos que solo quebrándose se han dado cuenta que la plata era lo de menos porque quienes estuvieron ahí en los momentos más difíciles eran quienes de verdad valían la pena. Pero incluso a otros más que no han desaprendido la homofobia aunque eso implique darle la espalda y cerrarle el corazón a su hija lesbiana. O que a pesar de mucha educación en la universidad no han desaprendido esas ideas de que las mujeres son solo objetos decorativos que deben estar lindas y de acuerdo con todo lo que ellos dicen y hacen. Muchos que con tal de no desaprender se han quedado atados a ideas y orgullos que les han consumido la luz del alma.
Creo que en lugar de tantos cursos, tanta estimulación temprana, tantas actividades extracurriculares para saber tocar piano, nadar y pintar, tantos posgrados, diplomados y clases de polo, deberíamos dedicarnos a desaprender. Deberíamos especializarnos en ser mejores seres humanos, más tolerantes y amorosos, en abrir la cabeza y el corazón, y desaprender tanto orgullo, tanto odio, tantos prejuicios, y tanto miedo que nos impiden conectarnos con el otro y perdonar de verdad. Desaprender ese afán inagotable de saberlo todo, controlarlo todo, vivirlo todo, perfeccionarlo todo, y disfrutar con un poco más de calma la belleza del silencio y la quietud.