AL FINAL...TODOS SOMOS PEATONES
Este verano estuve en Medellín, descubriendo lo que se esconde detrás de tanta belleza: de la ciudad de la eterna primavera, “del milagro urbanístico” de América Latina, y de la única ciudad de Colombia con metro. Me la caminé entera, de la comuna de Santo Domingo al Poblado, pasando todos los días por la iglesia Veracruz en el centro, subiendo y bajando por los ascensores de los edificios de la Alpujarra, cogiendo el metro para ir al edificio Ruta N, oyendo poesía en el Parque de los Deseos, agarrando metrocable para ir al parque Arví a caminar, y al barrio la Aurora a comerme unos patacones al calor de una conversación catártica.
Aunque conocí gente que piensa la ciudad y la siente, y entrevisté a personas queridísimas que me invitaron a sus casas en el barrio 8 de Marzo, en Tricentenario y en Laureles, compartiendo conmigo lo mucho o lo poco que tenían, hubo algo que no pude digerir tan fácilmente: Medellín, con toda su belleza y pujanza, no es diferente a otras ciudades latinoamericanas en las que el tinte del abuso de poder deja su huella. Fui peatona todos los días durante tres meses, y en esos recorridos sobre mis Converse gastados por el cemento, me quedé aterrada con la falta de solidaridad con aquel que camina.
Un día, bajo una lluvia torrencial iba caminando como a las 7 de la noche de la estación Industriales hacia mi casa en Ciudad del Rio. En una zona claramente marcada para peatones, pasando sobre un policía acostado que tenía encima pintada la cebra para cruzar, una mujer me tiró el carro encima. No le importó la lluvia que me mojaba, ni que fuera de noche, ni que yo fuera una mujer como ella, ni siquiera que yo como peatona tuviera la vía claramente demarcada. Ella estaba de afán, y con el poder que le da estar sobre una máquina metálica de varias toneladas, no tuvo problema en amenazarme con atropellarme, sabiendo que necesitaba poco para hacerme daño.
Otro día, en ese mismo paso peatonal, a plena luz del día ocurrió algo similar. Dos mujeres que iban al frente en una camioneta no redujeron la velocidad para permitir el paso, sino que la lanzaron sobre mi cuerpo desprotegido. Cuando pasaron les golpeé el carro por detrás con la mano. Las mujeres, que no pararon para dejarme pasar como es su deber legal pero sobretodo su deber humano, en cambio sí pararon unos metros más adelante para gritarme groserías. Yo me limité a señalarles el paso peatonal.
En medio de mis caminatas por El Poblado, un día me torcí el tobillo en un hueco que había en uno de los escasos andenes del sector. Luego tuve que esperar por lo menos 15 minutos en un cruce peatonal porque los carros no tenían ninguna intención de ceder el paso. Me impresionó que esa falta de andenes es igual en una zona rica como El Poblado y en una más marginal como el sector de Andalucía en el norte de la ciudad. Al final el espacio público es más para los vehículos y menos para las personas.
En otra ocasión me monté en un taxi, y en medio de uno de los típicos tacos paisas que poco se alejan de los tan criticados trancones bogotanos, tuve que oír la perorata del taxista, primero, abiertamente reprochando a los peatones y ciclistas por ser los causantes del taco, sin ni siquiera mirar el papel que los carros juegan en él. Y luego, criticando al gobierno de la ciudad por querer volver peatonales algunas calles del centro. Para el taxista era inaudito que la ciudad empezara a ser un poco más planeada para los peatones y un poco menos para los carros contaminantes y congestionantes. Él, como parte del gremio de los carros, debía seguir manteniendo el poder.
Más allá de que este sea un problema en Medellín o en cualquier otra ciudad de América Latina, lo que me aterra es que nos hemos convertido en sociedades que ven el carro o la moto como un ideal, como una muestra de estatus, como una forma de decir que ya tenemos el dinero para no tener que caminar. Que ese peatón que supuestamente debe ser respetado, y que en el caso de el Plan de Ordenamiento Territorial de Medellín está en la punta de la pirámide como el sujeto central alrededor del cual debe girar la ciudad, es lo último que todos queremos ser. Es ese sujeto que podemos violentar, agredir, ignorar, porque no tiene una armazón de metal y un motor a gasolina para protegerlo. Abusamos de nuestro poder cuando sabiendo que somos más fuertes sobre un vehículo de cuatro ruedas, le tiramos el carro encima al que no lo tiene; olvidando que al final, todos somos peatones.
NOTA: Imagen tomada de @teusacatubici en Twitter